LA INQUISICIÓN EN EL PERÚ DEL SIGLO XVII: CASOS DE JUDAIZANTES PORTUGUESES -Henry C. Lea (1829-1909)-

"Detalle del célebre óleo de Goya titulado
 'Auto de fe de la Inquisición' en la que se
muestra a reos con coronas y sanbenitos".
El asunto más serio del tribunal, en el ámbito de sus funciones principales, era la apostasía de los nuevos cristianos de origen judío. Desde la misma fundación de las colonias... se impusieron restricciones a la emigración de los conversos y una ley de 1543, conservada en la Recopilación, ordena buscar a todos los descendientes de judíos para que sean rigurosamente expulsados. Sin embargo, a pesar del celo observado para proteger a las colonias de todo peligro de "infección judía", las atracciones comerciales eran tan poderosas que los nuevos cristianos eludían todas las precauciones. Al principio, sin embargo, ocupaban solo una pequeña porción de las energías del tribunal... La primera aparición de judíos se da en el auto de fe del 29 de octubre de 1581, cuando Manuel Upez, un portugués, fue "reconciliado" (perdonado tras confesar) con confiscación y prisión perpetua, y a Diego de la Rosa, descrito como nativo de Quito, se le exigió abjurar de levi (abjuración por una sospecha leve) y fue exiliado, lo que demuestra que la evidencia en su contra era muy dudosa...

La conquista de Portugal en 1580 había provocado una gran emigración a Castilla, donde la palabra "portugués" pronto se volvió sinónimo de "judaizante", y esto comenzaba a hacerse evidente en las colonias. El auto de fe del 17 de diciembre de 1595, dio una prueba impresionante de esto. Cinco portugueses -Juan Méndez, Antonio Núñez, Juan López, Francisco Báez y Manuel Rodríguez- fueron reconciliados. Otro, Herman Jorje, había muerto durante el juicio y su memoria no fue procesada. También hubo cuatro mártires. Jorje Núñez negó hasta que fue atado al potro de tortura; luego confesó y se negó a convertirse, pero después de que se leyó su sentencia de "relajación" (entrega a la autoridad civil para ser ejecutado), cedió y fue estrangulado antes de ser quemado. Francisco Rodríguez resistió la tortura sin confesar; cuando se le amenazó con repetirla, intentó sin éxito suicidarse; se votó su relajación con tortura in caput alienum (para obtener confesiones de otros) y bajo ella acusó a varias personas, pero se retractó al ratificar. Se mantuvo firme hasta el final y fue quemado vivo. Juan Fernández fue relajado, aunque estaba demente; la Suprema (Consejo de la Inquisición) expresó dudas sobre si tenía la inteligencia suficiente para ser responsable. Pedro de Contreras había sido torturado para que confesara y de nuevo in caput alienum; él negó el judaísmo en todo momento y fue relajado como un "negativo"; en el auto de fe, manifestó una gran devoción a un crucifijo y presumiblemente fue estrangulado; con toda probabilidad, era realmente un cristiano...

En 1626, se inició un juicio que ilustra con fuerza la disciplina inexorable de la Iglesia, que la convierte en el deber supremo del cristiano perseguir y destruir toda herejía. Francisco Maldonado de Silva era un cirujano de gran reputación en Concepción, Chile. Era de ascendencia portuguesa. Su padre había sufrido en la Inquisición, había sido reconciliado y crió a sus hijos, dos niñas y un niño, como cristianos. Francisco fue un buen católico hasta que a la edad de 18 años, leyó el Scrutinium Scripturarum de Pablo de Santa María, obispo de Burgos, una obra de controversia escrita para la conversión de judíos. Lejos de confirmarlo en la fe, le planteó dudas que lo llevaron a consultar a su padre, quien le dijo que estudiara la Biblia y le instruyó en la Ley de Moisés. Se convirtió en un ferviente converso al judaísmo, pero mantuvo su secreto de su madre y dos hermanas y de su esposa, pues estaba casado y tenía un hijo, y su esposa estaba embarazada cuando fue arrestado. Durante la ausencia de ella, un año o dos antes, se había circuncidado a sí mismo. A la edad de 35 años, considerando que su hermana Isabel, que tenía alrededor de 33, era lo suficientemente madura para la independencia religiosa, le reveló su secreto e intentó convertirla, pero en vano, y él se mantuvo insensible a sus súplicas para que abandonara su fe. Parecen haber estado tiernamente unidos; él era su único sostén, así como el de su madre y hermana, pero ella no pudo escapar a la necesidad de comunicar los hechos en confesión a su confesor. Las prescripciones de la Iglesia eran absolutas; ningún lazo familiar eximía a uno de la obligación de denunciar la herejía, y ella no podía esperar la absolución sacramental sin cumplir con el deber. Podemos imaginarnos el tormento de esa alma atormentada mientras se armaba de valor para la terrible obligación que podría costarle una vida de remordimiento y miseria, cuando obedeció las órdenes de su confesor y denunció a su hermano a la Inquisición.

La orden de su arresto se emitió el 12 de diciembre de 1626 y se ejecutó en Concepción el 29 de abril de 1627. Su amigo, el dominico Fray Diego de Ureña, lo visitó en su lugar de reclusión el 2 de mayo, e intentó convertirlo, pero él estaba decidido a morir en la fe en la que su padre había muerto. Así que cuando fue trasladado a Santiago, el agustino Fray Alonso de Almeida hizo esfuerzos similares con igual mala suerte; sabía que moriría por la fe, nunca había hablado con nadie más que con su hermana y ella lo había traicionado. Fue recibido en Lima el 23 de julio y fue admitido a una audiencia el mismo día. Cuando se le exigió jurar sobre la cruz, se negó, diciendo que era judío y que viviría y moriría como tal; si tuviera que jurar, sería por el Dios viviente, el Dios de Israel. Su juicio siguió todas las formalidades habituales, prolongado por las repetidas conferencias celebradas con teólogos que intentaron convencerlo de sus errores. Se celebraron once de ellas sin debilitar su tenacidad hasta que, el 26 de enero de 1633, la consulta de fe lo condenó por unanimidad a la relajación.

Siguió una larga enfermedad, causada por un ayuno de ochenta días que lo había reducido casi a un esqueleto cubierto de llagas. Al convalecer, pidió otra conferencia para resolver las dudas que había redactado por escrito. Se celebró el 26 de junio de 1634, y lo dejó tan tenaz como siempre. Mientras tanto, la prisión se estaba llenando de judaizantes, de los cuales varios habían sido descubiertos en Lima. Pidió cáscaras de maíz en lugar de su ración de pan, y con ellas hizo una cuerda con la que escapó por una ventana y visitó dos celdas vecinas, instando a los prisioneros a ser firmes en su ley; ellos lo denunciaron y él no lo ocultó, confesando libremente lo que había hecho. Fue una "merced de Dios", se nos dice, que su ayuno prolongado lo hubiera dejado sordo, o habría aprendido mucho de ellos sobre lo que había estado sucediendo.

El tribunal estaba tan preocupado, con los numerosos juicios en curso en ese momento, que Maldonado fue dejado en paz, esperando el auto de fe general que seguiría. No volvemos a saber de él hasta que, después de un intervalo de cuatro años, se celebró una decimotercera conferencia a petición suya, el 12 de noviembre de 1638. Fue tan infructuosa como sus predecesoras y, al final, sacó dos libros (cada uno de más de cien hojas), hechos con una ingeniosa habilidad con recortes de papel y escritos con tinta hecha de carbón y plumas cortadas de cáscaras de huevo con un cuchillo hecho con un clavo, que dijo que entregaba para descargar su conciencia. Luego, el 9 y 10 de diciembre, se celebraron dos conferencias más en las que su tenacidad permaneció inquebrantable. La larga tragedia ahora se acercaba a su fin después de un encarcelamiento que había durado casi trece años. Fue sacado en el gran auto de fe del 23 de enero de 1639, donde, cuando se leyeron las sentencias de relajación, un repentino remolino arrancó el toldo y, mirando hacia arriba, exclamó: "¡El Dios de Israel hace esto para mirarme cara a cara!". Se mantuvo inquebrantable hasta el final y fue quemado vivo, un verdadero mártir de su fe. Sus dos libros de papel fueron colgados alrededor de su cuello para quemarse con él y ayudar a quemarlo.

Este auto de fe de 1639, el más grande que se había celebrado hasta entonces en el Nuevo Mundo, fue la culminación de la "complicidad grande", el nombre dado por los inquisidores a un número de judaizantes que habían descubierto. Según describieron la situación, en un informe de 1636, un gran número de portugueses había entrado en el reino por vía de Buenos Aires, Brasil, México, Granada y Puerto Bello, aumentando así las ya numerosas bandas de sus compatriotas. Se hicieron dueños del comercio del reino; desde brocado hasta tela de saco, desde diamantes hasta comino, todo pasaba por sus manos; el castellano que no tenía un socio portugués no podía esperar éxito en el comercio. Compraban los cargamentos de flotas enteras con los créditos ficticios que intercambiaban, haciendo así innecesario el capital, y distribuían la mercancía por toda la tierra a través de sus agentes, que también eran portugueses, y su capacidad se desarrolló hasta que, en 1634, negociaron para el arrendamiento de las aduanas reales.

En agosto de 1634, Joan de Salazar, un comerciante, denunció a la Inquisición a Antonio Cordero, oficinista de un comerciante de Sevilla, porque se negó a hacer una venta en un sábado. En otra ocasión, yendo a su tienda un viernes por la mañana, encontró a Cordero desayunando con un pedazo de pan y una manzana y, al preguntarle si no sería mejor que tomara una loncha de tocino, Cordero respondió: "¿Debo comer lo que mi padre y mi abuelo nunca comieron?". La evidencia era débil y no se tomaron medidas inmediatas, pero, en octubre, los comisionados recibieron instrucciones de averiguar y reportar en secreto el número de portugueses en sus respectivos distritos. El asunto se detuvo y, como no se desarrolló nada nuevo, en marzo de 1635, la evidencia contra Cordero fue presentada ante una consulta de fe y se resolvió arrestarlo en secreto, sin secuestro de bienes, para que la mano de la Inquisición no fuera aparente. Bartolomé de Larrea, un familiar, lo visitó el 2 de abril con el pretexto de saldar una cuenta y lo encerró en una habitación; se trajo una silla de mano y fue llevado a la prisión secreta. Su desaparición provocó muchas habladurías y se supuso que había huido, ya que la suposición de un arresto por la Inquisición fue descartada, al no haber habido secuestro de bienes. Cordero confesó de inmediato que era judío y, bajo tortura, implicó a su empleador y a otros dos. Estos fueron arrestados el 11 de mayo y el libre uso de la tortura obtuvo los nombres de numerosos cómplices. Las prisiones estaban llenas y para vaciarlas se organizó apresuradamente un auto en la capilla y se hicieron preparativos para la construcción rápida de celdas adicionales. El 11 de agosto, entre las 12:30 y las 2 de la tarde, se realizaron diecisiete arrestos, de manera tan silenciosa y simultánea que todo se llevó a cabo antes de que la gente se diera cuenta. Estos se encontraban entre los ciudadanos más prominentes y los mayores comerciantes de Lima, y se nos dice que la impresión producida en la comunidad fue como el Día del Juicio Final. La tortura y los métodos inquisitoriales obtuvieron más información, lo que resultó en arrestos adicionales; los portugueses asustados comenzaron a dispersarse y, a petición del tribunal, el virrey Chinchón prohibió durante un año que cualquiera saliera del Perú sin su licencia...

Un asunto que atormentaba las almas de los inquisidores era el esfuerzo de los portugueses amenazados por ocultar sus bienes al secuestro. Se emitió una proclama, ordenando a todos los que supieran de tales asuntos que los revelaran dentro de nueve días bajo pena de excomunión y otras sanciones. Esto tuvo éxito en cierta medida, pero las dificultades en el camino se ilustraron en el caso de Enrique de Paz, para quien Melchor de los Reyes escondió mucha plata, joyas y mercancías. Entre otras cosas, depositó con su amigo Don Dionisio Manrique, Caballero de Santiago, alcalde mayor de la corte y consultor del tribunal, una cantidad de plata y unas cincuenta o sesenta piezas de ricas sedas. Manrique no negó haberlas recibido, pero dijo que esa misma noche Melchor ordenó que se las llevara un joven que le era desconocido. Los inquisidores evidentemente no creyeron la historia; informaron que habían intentado sin éxito métodos amistosos con Manrique y pidieron instrucciones a la Suprema.

El secuestro de tantas propiedades detuvo todo el comercio y produjo una confusión indescriptible, agravada, en 1635, por la consiguiente quiebra del banco. Los hombres arrestados tenían casi todo el comercio de la colonia en sus manos; estaban involucrados en una infinidad de transacciones complicadas y surgieron demandas por todos lados. Los acreedores y los demandantes presionaban desesperadamente sus reclamos, temiendo que con el retraso los testigos pudieran desaparecer, en el círculo cada vez más amplio de arrestos. Ya había muchas demandas pendientes en la Audiencia que fueron reclamadas por el tribunal y entregadas a él. Estaba perplejo por el nuevo negocio que se le había impuesto; en una demanda debía haber dos partes, pero los prisioneros no podían alegar, por lo que nombró a Manuel de Monte Alegre como su "defensor" para que compareciera por ellos, y continuó escuchando y decidiendo demandas civiles complicadas mientras realizaba los juicios por herejía. Los lunes y jueves se asignaron para asuntos civiles, y cada tarde, desde las 3 p.m. hasta el anochecer, se dedicaba al examen de los documentos. Los inquisidores afirmaron que avanzaban vigorosamente en la liquidación de cuentas y el pago de deudas, porque de lo contrario todo el comercio sería destruido en un daño irreparable a la República, que ya estaba agotada de tantas maneras. Esto no le gustó a la Suprema, que, por cartas del 22 de octubre y el 9 de noviembre de 1635, prohibió la entrega de cualquier propiedad secuestrada o confiscada, sin importar la evidencia de propiedad o reclamos que se presentara, sin antes consultarlo. Este exigir el pago de todas las deudas y posponer el pago de los reclamos amenazó con una bancarrota general cuando los comerciantes ricos fueron arrestados, ya que sus pasivos totales ascendían a ochocientos mil pesos, lo que se estimaba igual a todo el capital de Lima. Para evitar esto, se hicieron algunos pagos, pero solo con la condición de que se proporcionara una garantía competente...

Mientras tanto, los juicios de los acusados avanzaron tan rápidamente como lo permitían las perplejidades de la situación. La tortura no fue escatimada. Murcia de Luna, una mujer de 27 años, murió bajo ella. Antonio de Acuña fue sometido a ella durante tres horas y cuando lo sacaron, el alcaide Pradeda describió sus brazos como desgarrados. El progreso se vio obstaculizado, sin embargo, por las artimañas de los prisioneros, que esperaban que las influencias en España consiguieran un indulto general como el de 1604. Con este objetivo, revocaron sus confesiones y sus acusaciones mutuas, dando lugar a un sinfín de complicaciones. Algunas de estas últimas revocaciones, sin embargo, fueron genuinas y se mantuvieron, incluso a través de la tortura que se usaba libremente en estos casos. Además de esto, para sembrar dudas sobre todo el asunto, acusaron a personas inocentes e incluso a viejos cristianos... Los inquisidores añaden que se abstuvieron en muchos casos de realizar arrestos, cuando el testimonio era insuficiente y las partes no eran portugueses.

El tribunal estaba compuesto por cuatro inquisidores, que lucharon resueltamente a través de esta complicada masa de negocios, y finalmente estuvieron listos para hacer públicos los resultados de sus labores en el auto de fe del 23 de enero de 1639. Este fue celebrado con una pompa y ostentación sin precedentes, porque ahora el dinero era abundante y la oportunidad de causar una impresión en la mente popular no podía perderse. Durante la noche anterior, cuando sus sentencias se dieron a conocer a los que iban a ser relajados, dos de ellos, Enrique de Paz y Manuel de Espinosa, profesaron su conversión; los inquisidores vinieron y los examinaron, se reunió una consulta y fueron admitidos a la reconciliación. Hubo una gran rivalidad entre los hombres de posición por el honor de acompañar a los penitentes y Don Salvadoro Velázquez, uno de los principales indios, sargento mayor de la milicia india, rogó que se le permitiera llevar una de las efigies, lo que hizo con un uniforme resplandeciente. En un lugar de honor en la procesión se encontraban los siete que habían sido absueltos, ricamente vestidos, montados en caballos blancos y portando palmas de la victoria.

Además de los judaizantes, hubo un bígamo y cinco mujeres penitenciadas por brujería. También estuvo el asistente del alcalde Valdázar, a quien se le privó de su familiaridad y fue exiliado por cuatro años. Juan de Canelas Albarrán, el ocupante de una casa contigua a la prisión, que había permitido una abertura a través de las paredes para las comunicaciones, recibió cien latigazos y cinco años de exilio, y Ana María González, que estuvo implicada en el asunto, también recibió cien latigazos y cuatro años de exilio.

De los judaizantes, hubo siete que escaparon con abjuración de vehementi, varias penas y multas que sumaban ochocientos pesos. Hubo cuarenta y cuatro reconciliados con castigos variados según sus méritos. Aquellos que habían confesado fácilmente sobre sí mismos y sobre otros fueron liberados con confiscación y deportación a España. Aquellos que mintieron o causaron problemas tuvieron, además, azotes o galeras o ambos. De estos había veintiuno, los azotes totales ascendían a cuatro mil y los años de galeras a ciento seis, además de dos condenas de por vida. Además de estos, estaban la madre de Murcia de Luna que murió bajo tortura, Doña Mayor de Luna, una mujer de alta posición social, y su hija Doña Isabel de Luna, una joven de 18 años, que, por intentar comunicarse entre sí en prisión, fueron condenadas a cien azotes por las calles, desnudas de la cintura para arriba. También hubo una reconciliación en efigie de un culpable que había muerto en prisión.

Hubo once relajaciones en persona y la efigie de uno que se había suicidado durante el juicio. De los once, se dice que siete murieron pertinaces e impenitentes y por lo tanto presumiblemente fueron quemados vivos, verdaderos mártires de su creencia. De estos, hubo dos especialmente notables: Maldonado, cuyo caso se ha mencionado anteriormente, y Manuel Bautista Pérez. Este último fue el líder y jefe entre los portugueses, a quien llamaban el "capitán grande". Era el comerciante más grande de Lima y su fortuna se estimaba popularmente en medio millón de pesos. Fue en su casa donde se celebraron las reuniones secretas en las que se unió a las discusiones teológicas eruditas, pero en el exterior era un cristiano celoso y tenía sacerdotes para educar a sus hijos; era muy estimado por el clero que le dedicaba sus efusiones literarias en términos de la más cálida adulación. Poseía ricas minas de plata en Huarochirí y dos extensas plantaciones; su casa confiscada se conoce desde entonces como las "casas de Pilatos", y su ostentoso modo de vida se puede juzgar por el hecho de que cuando su carruaje fue vendido por el tribunal, alcanzó los tres mil cuatrocientos pesos. Había intentado suicidarse apuñalándose, pero nunca vaciló al final. Escuchó con orgullo su sentencia y murió impenitente, diciéndole al verdugo que hiciera su trabajo. Hubo otro prisionero que no apareció. Enrique Jorje Tavares, un joven de 18 años, se encontraba entre los arrestados en agosto de 1635. Negó bajo tortura y después de varias alternancias se volvió permanentemente demente, por lo que su caso fue suspendido en 1639.

Al día siguiente, la multitud de Lima disfrutó de la sensación adicional de la flagelación por las calles. Estas exhibiciones siempre atraían a una gran multitud, en la que había muchos jinetes que así tenían una mejor vista, mientras que los muchachos solían arrojar objetos a los bígamos y a las brujas que eran los pacientes habituales. En esta ocasión, el tribunal emitió una proclama que prohibía caballos o carruajes en las calles por las que pasaba la procesión, y cualquier lanzamiento de objetos a los penitentes bajo pena, para los españoles, de destierro a Chile, y para los indios y negros, de cien latigazos. Hubo veintinueve víctimas en total; fueron conducidos en grupos de diez, custodiados por soldados y familiares, mientras los verdugos aplicaban los azotes, y el espectáculo brutalizador transcurrió sin disturbios, y con el piadoso deseo del tribunal de que a Dios le complaciera que sirviera como advertencia.




Fuente: https://sourcebooks.fordham.edu/mod/17c-lea-limainquis.asp From Henry C. Lea: The Inquisition in the Spanish Dependencies, 1908


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